VALLE DE GUADALUPE

17.07.2019

  En Baja California, a 30 km. de Ensenada y del mirífico Mar de Cortés -que diría un conocido clásico -al abrigo de las montañas surge un remanso inesperado, teñido de verde pámpanas, con marrones de troncos enjutos y sarmientos torturados, entre largas pinceladas de terrizos, pardos y ocres.

   Caleidoscopio irregular, que obstinado se extiende, por el llano y las pendientes, ascendiendo hasta escarpados y hoy doblegados altozanos, salpicados de fracturadas y caprichosas rocas, donde se advierten unos misteriosos cubículos. Extrañas cabinas, con apariencia entre módulo lunar y moderno cenobio anacoreta pensada para un evolucionado Simeón el Estilista. Un ensamblado y armónico escenario, matraz de mostos y alcoholes, fragante de vino joven y enclaustrados buqués, venero "destellante" de tintos, rosados y blancos.

   Este pródigo valle fue bautizado con el nombre apropiado: El de Guadalupe, como no podía ser de otra forma, porque Guadalupe es río de amor, fuente de vida como la vid y su fruto, vida y prosperidad que aquí florece y derrama.

   Tiempos atrás, era habitual que en medio de unos y otros, anduviera un franciscano, jesuita o dominico, removiendo el polvo por esos caminos de Dios y el diablo, dejando huella -no solo de las sandalias- perdurable de sus pasos. Y pese a lo comprometido de sus menesteres, entre fundación y sermón, estos incansables caminantes, igual  hicieron en la cuestión del vino, encepando por su mano y azadón. 

   En el valle "prestar semejante servicio", parece que correspondió a Jesuitas y Dominicos, con la fundación de la Misión de Nuestra Señora de Guadalupe y la de Santo Tomás. Esta última en cierto modo, causa y génesis de todo lo que después ha devenido.

 

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